El Cristianismo Frente al Imperio: Historia de una Fe Perseguida



Un comienzo oscuro y aparentemente sin futuro

Hacia finales del siglo I, la naciente comunidad cristiana se encontraba en una situación crítica. La mayoría de los apóstoles que habían caminado junto a Jesús ya habían sido ejecutados, y los seguidores de Cristo apenas representaban pequeñas y dispersas minorías repartidas a lo largo y ancho del Imperio romano. Desde la perspectiva de un observador escéptico y externo, el destino del cristianismo parecía sellado: era muy probable que esta nueva fe, débil y sin poder político o militar, se estancara y pronto desapareciera.

Este pronóstico negativo parecía aún más certero si se tomaban en cuenta dos factores cruciales: por un lado, el creciente rechazo y persecución por parte de las autoridades romanas; y por otro, el profundo contraste entre los principios del cristianismo y los valores dominantes de la cultura grecorromana, que exaltaba el poder, el honor, la fuerza y la idolatría.

La conciencia del sufrimiento y la enseñanza de Jesús

Lejos de ser ingenuos, los primeros cristianos sabían perfectamente a lo que se enfrentaban. Desde el inicio, Jesús les había advertido que ser su discípulo implicaba cargar con la cruz del rechazo, la hostilidad y la persecución. En textos como Mateo 5:12 y Marcos 10:30, el Maestro dejó en claro que sufrir por causa del evangelio sería inevitable para todo aquel que lo siguiera de verdad.

No obstante, lo revolucionario del mensaje de Jesús es que no invitaba al odio ni a la venganza frente a los agresores. Al contrario, enseñó que los creyentes debían orar por quienes los perseguían y amar a sus enemigos. Esta enseñanza era radical y única entre las religiones de su tiempo.

Las persecuciones: un conflicto prolongado con el Imperio

La persecución del cristianismo no fue un evento aislado, sino un proceso prolongado, intermitente y complejo que se extendió por más de doscientos años. Comenzó con el incendio de Roma en el año 64 d.C., bajo el emperador Nerón, y culminó con el Edicto de Milán en el año 313 d.C., cuando el cristianismo fue finalmente legalizado por los emperadores Constantino el Grande y Licinio.

Durante este largo periodo, las persecuciones variaron en intensidad y alcance: algunas fueron impulsadas por la hostilidad popular o por autoridades locales, mientras que otras fueron organizadas y sistemáticas, promovidas por el Estado imperial. Aunque no se conoce el número exacto de cristianos que fueron martirizados, el historiador Eusebio de Cesarea se refiere a ellos como “grandes multitudes”, una expresión que sugiere una cifra significativa.

El avance del cristianismo y la reacción imperial

A medida que la fe cristiana se difundía, las autoridades romanas pasaron de un desprecio inicial a un rechazo violento. El Imperio no sólo veía en los cristianos una minoría supersticiosa, sino un cuerpo social con valores que desafiaban la lógica imperial: la renuncia al culto al emperador, la negativa a participar en las festividades paganas, la igualdad entre clases sociales, y el llamado a una vida moral alternativa. Todo esto convertía al cristianismo en un movimiento peligroso, subversivo y, por tanto, merecedor de represión.

Históricamente se han identificado diez persecuciones generales impulsadas por el Imperio, aunque existieron muchas más de carácter regional. A continuación se describe cada una de ellas:


1. La persecución de Nerón (64 d.C.)

La primera gran persecución oficial ocurrió tras el gran incendio de Roma. Nerón, sospechoso de haber iniciado el fuego, desvió la atención culpando a los cristianos. Estos fueron arrestados, torturados, y ejecutados de formas crueles. Se cree que los apóstoles Pedro y Pablo murieron en esta persecución. Sorprendentemente, no hubo protestas por parte de la ciudadanía, lo que indica que el cristianismo ya era visto con recelo.


2. La persecución de Domiciano (90–96 d.C.)

Durante el reinado de Domiciano se produjeron varias medidas represivas contra los cristianos, aunque a una escala menor que la de Nerón. Hubo ejecuciones, destierros (como el del apóstol Juan a la isla de Patmos), y enfrentamientos ideológicos con el paganismo. Investigaciones recientes sugieren que esta persecución, aunque significativa, fue más limitada de lo que tradicionalmente se ha creído.


3. La persecución de Trajano (98–117 d.C.)

Trajano no persiguió activamente a los cristianos, pero si eran denunciados, podían ser condenados por el simple hecho de confesar su fe. Las autoridades no buscaban a los cristianos, pero tampoco los protegían. Esta política legalizaba la discriminación religiosa y convertía la identidad cristiana en una posible sentencia de muerte.


4. La persecución de Adriano (117–138 d.C.)

Aunque Adriano fue más tolerante que sus predecesores, no eliminó las sanciones contra los cristianos. Las leyes antiguas seguían vigentes, y los cristianos podían ser castigados si se levantaban acusaciones formales. La fe seguía siendo considerada ilegal.


5. La persecución de Marco Aurelio (161–180 d.C.)

Este emperador, reconocido por su filosofía estoica, mostró una marcada antipatía hacia el cristianismo. En el año 177 se produjo una fuerte persecución en Lyon. Marco Aurelio promovió escritos contra los cristianos y fomentó una visión peyorativa de ellos. La persecución se justificaba por su “diferencia”: los cristianos eran eliminados no por ser criminales, sino por vivir según valores contraculturales.


6. La persecución de Septimio Severo (202–211 d.C.)

Durante su mandato se estableció que convertirse al cristianismo y recibir el bautismo era ilegal. Esta medida afectó principalmente a nuevos creyentes y catecúmenos. La penalización de la conversión buscaba detener el crecimiento del cristianismo desde su base.


7. La persecución de Maximino el Tracio (235–236 d.C.)

Esta persecución se centró en el liderazgo cristiano. Maximino ordenó la ejecución de obispos y pastores, creyendo que eliminando a los guías, el movimiento se disolvería. La estrategia, sin embargo, no tuvo el efecto deseado.


8. La persecución de Decio (249–251 d.C.)

Con Decio se inicia una de las persecuciones más intensas. Los cristianos dejaron de ser meros chivos expiatorios para convertirse en enemigos públicos. Se les obligaba a sacrificar a los dioses o al emperador bajo amenaza de muerte. Su negativa era vista como traición y desafío al orden imperial. El cristianismo ya no era simplemente una religión distinta, sino un sistema moral y social en abierta oposición al sistema romano.


9. La persecución de Valeriano (257–260 d.C.)

Valeriano prohibió las reuniones cristianas y mandó arrestar a numerosos líderes eclesiásticos, entre ellos obispos, presbíteros y diáconos. Se esperaba que, descabezando el movimiento, este se fragmentara. Sin embargo, la fe cristiana mostró una sorprendente capacidad de resiliencia y reorganización.


10. La gran persecución de Diocleciano (303–313 d.C.) (No mencionada en el texto original, pero tradicionalmente incluida)

Fue la más extensa y sistemática de todas. Se destruyeron iglesias, se quemaron Escrituras y miles de cristianos fueron martirizados. No obstante, fue también la última. Diez años después, con el Edicto de Milán, el cristianismo fue legalizado y comenzó su ascenso como religión oficial del Imperio.


Conclusión: La paradoja del sufrimiento

A pesar del acoso continuo, el cristianismo no solo sobrevivió, sino que se fortaleció. Las persecuciones, lejos de destruirlo, refinaron su identidad, purificaron sus filas, y le dieron una autoridad moral que ninguna otra religión del momento poseía. Los cristianos abrazaron el sufrimiento como una forma de testimonio y fidelidad a Cristo. La sangre de los mártires, como dijo Tertuliano, se convirtió en la semilla de nuevos creyentes.

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